viernes, 1 de febrero de 2013

Lloviéndome los Ojos (1993)



               Cuando Griselda apareció con su manojo de hojas bajo el brazo, pensé en la confianza que de una u otra manera depositaba en mí. Hasta ese momento el texto se presentaba como posibilidad. Luego del vino infaltable, comenzamos a leer. Vi a un ángel y a un demonio jugar una partida con la baraja imprecisa de nuestros sueños. Vi la escalonada intención. El trazo de un camino en la vastedad de lo infinito.
            Caminé con ella desnudo y sin vergüenza, percibiendo en cada descanso la contundencia de una hoguera.
            Griselda crecía desde el fondo de las entrañas de un corazón de piedra incandescente, quebró la superficie aparente del suelo y se elevó como un monte para mirarnos desde la memoria del tiempo.
            A quien se asome a este texto, debo decirle a modo de advertencia que habrá en sus poesías imágenes náufragas, conjunciones, frases que maldicen toda construcción engañosa cuando en ello hay un corazón ausente. Por ella seremos brutalmente acosados y juzgados por su voz.
            Somos todas las cosas que existen, tras toda proximidad se huele la irremediable distancia, como un náufrago que dialoga con la noche.
            Volveré a mirar siempre con otros ojos, a recorrer como melancólico amante el texto que me envuelve y sabré que mis ojos hallan el mismo instante en que vuelven a construir lo ya escrito, la furia del tiempo.
Son palabras pienso, viejos trazos que al encadenarse develan universos. Palabras capaces de morder al silencio en el extraño límite entre él y lo otro, entre la voz hablada y la voz silenciosa.
            Somos capaces de todas las cosas, aún aquellas que al negarse se afirman
“ya no escribo, ni pienso, blasfemo una y otra vez”
Y de saltar sin otro pensamiento que en el de adentrarse en uno mismo y desde allí al universo que reunimos.
            Pensé acerca de lo inútil. Miraba desde la ventana sin otra intención que el descanso de mis ojos. Concebí estas palabras de otro modo.  Olvidé lo que siempre he deseado olvidar y abandoné mi texto que intuía violento y solitario.
            ¿Acaso puede faltarle algo a una poesía que se ha vuelto poema?
            Intento respetar mi corazón y sólo puedo decirme a mí mismo: que soy amante de todo texto que me induzca a abandonarme en él como un amante. Fue a partir de esto que decidí que estas palabras fuesen sólo la extensión de un abrazo.


Gonzalo Vaca Narvaja
Córdoba, abril de 1993
EDITORIAL LATINOAMERICANA

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